jueves, 24 de abril de 2008

Encarnación

Las horas transcurrían lentas, del sillón a la cama y de la cama al sofá, sin posibilidad de calentar asiento ni de impulsar su cuerpo a la acción, obligada a un rondín absurdo que la hacía abandonar su estado letárgico para ir a la cocina por un vaso que no había querido pedirle a Aurelia. Empezó a beber. Se volvió una maestra del simulacro. Pensaba en Rodolfo como si fuera ella misma y una sonrisa amarga transformaba sus labios: sin duda, él no hubiera tenido que hacer lo que ella, a escondidas. Los hombres suelen asumir sus vicios, su frustración, como si la culpa fuera de los otros. Beben ante los demás sin preocuparse, gritan, dan rienda suelta a la rabia como quien inflinge un justo castigo a los que se ven obligados a soportar las consecuencias de sus desmanes. Ella, en cambio, estaba obligada a vivir lo que hacia como un motivo de vergüenza más, como una más de sus culpas y, sobre todo, como otra evidencia del fracaso.
Todavía recordaba aquel sábado en Cuernavaca, en pleno cumpleaños de Rodolfo, cuando a éste se le pasaron las copas y se cayó a la alberca. Y cuando todos pensaban que iba a congestionarse, luego de angustiosos segundos de espera, fue surgiendo por fin con los lentes rotos, Fito, Rodolfito, el GRAN RODOLFO, y como si fuera el monstruo de Loch Ness, emergió de las profundidades abismales del chapoteadero y empezó a perseguir a las sobrinas y a una amiga suya, a la que apodaba La Sueca. Corría detrás de ella s, empapado, tentando el aire como un ciego, y cuando por fin alcanzaba a alguna se ponía a abrazarla y le sacudía el pelo en la cara, en los senos, la apretaba muy fuerte con el cuento de querer empaparla.En cambio ella se había iniciado sola, con el rigor y la discreción de un asceta, por las mañanas, mientras los hijos estaban en la escuela. Lo hacía despacio, mirando al frente, sin un asomo de placer, como si el liquido que bebía a tragos cortos no fuera más que agua. Y luego de un sueño largo e intranquilo se levantaba a las siete, antes que él llegara, se bañaba y recibía a su marido con la mirada serena y distante de quien recibe cada noche al Espíritu Santo.

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