viernes, 22 de febrero de 2008

Algo que no puede nombrarse

“Sí, las palabras son máscaras. Pero tampoco el silencio deja ver las cosas tal como son”. Ahora escucha su propia voz en la oscuridad: “¿Cuál es la meta? ¿Cuál es mi obra? ¿Cuál es el fin de mi vida? ¿Cuál es mi poder?”. Desde la oscuridad trata de imaginarse su cuerpo tendido en la cama. Recuerda con pesadez la compañía de Beckett y el día en que la luz irrumpió brutalmente en una habitación desconocida, ya no esa cálida y acuosa donde nadie entraba. “¿Fuiste alguna vez?”. Tal vez nunca. Nadie tiene más compañía que a sí mismo. La peor compañía. “Solo vine al mundo, solo me caigo y solo me paro, solo me muero, déjenme que yo voy solo”, decía Elenano. Y se enorgullecía de sus 16 entradas a la cárcel por lesiones personales y de las cicatrices que surcaban su abdomen: “Estas son las caricias que nos da la vida”. Era un bicho sigiloso que casi se arrastraba, y se escurría entre las piernas de sus enemigos, quienes caían apuñalados mágicamente. Y al final, como en Beckett, solo. Efraín describía, con espanto, cómo nos aplasta y nos aniquila una gran fuerza que alguien maneja despiadadamente. “El infierno está en el cielo. Si en el cielo no hay fuego no hay luz. Dios se ilumina con el resplandor que le llega del infierno”. El infierno es este barrio con calles que no tienen más de tres metros de ancho, y casuchas de madera, lata y unos cuantos ladrillos que se levantan hasta de tres pisos. Efraín pasaba por estas calles gritando que el mundo es una máquina con una cuchilla que nos tritura lentamente el alma. Entre tanto desamparo, decía que le quedaba el consuelo de pensar que, por lo menos algún día, alguien cavaría para él.
Elenano decía que aquí se mueren los que se descuidan, y, después, los que se cuidan se matan entre sí. Por eso al final de cada día sentía que viajaba al centro de la noche en busca de la única verdad: la muerte. ¿Y qué nos mueve? El amor esteriliza el mundo. El saber es un fracaso. Las metáforas pierden el sentido como una señorita bajo el vómito de un borracho. “En Colombia la mayoría de poetas parecen periodistas, sólo reportan lo que sucede a su alrededor”: poeta incomprendido, marica y alcohólico. ¿Qué más puede ser un poeta de tugurios? “También la tierra es un tugurio”. Como todo el mundo, los poetas se descuidan y mueren. En plena década de los noventa (como en cualquier década de cualquier siglo), Arsenio Llano, otro poeta incomprendido, marica y alcohólico como el de la anterior cita, muere degollado por unos gamines que iban a robarle 200 pesos. Sin embargo, Margarita (la Yourcenar), los poetas solamente se deshacen, pero no mueren.
Leamos A la lumbre: No siempre el hombre es un lugar triste./ Hay noches en que la sonrisa/ de los ángeles/ lo hace habitable y leve:/ con la cabeza en tu regazo/ es un perro a la lumbre corriendo tras las liebres. De acuerdo, Eugenio de Andrade, pero el hombre cuando no es un lugar triste, es una masa de pasión, un ángel destructor, que gusta dejar la cabeza sobre un regazo, mientras el cuerpo va río abajo, para saldar una venganza. Al fin solo, en un patio oscurecido por la hiedra, que cubre las rejas, el prisionero persigue el silencio: “¿Qué me mueve?”. Ni siquiera el sueño se salva de las voces: “Alguien se irá”. No solamente la soledad es un lugar triste. Alguien apunta hacia un lugar lejano y dispara. Da en el centro de un poema y las palabras caen en desorden. El poeta dice: “Sólo son caricias que nos da la vida”, y sonríe. El también es un enano que reparte puñaladas con magia y se escurre por entre las piernas de las palabras. Recoge del pantano las palabras heridas y las mata con la estridencia de su carcajada. El resto de las palabras se matan entre ellas mismas. Sin embargo, el silencio dura poco. Ya vuelve el poeta a tratar de atrapar las voces que nacen desde la sima, les da forma, las moldea, las imanta para que se junten, y desde el otro lado de las rejas, el guardia carga su fusil y se prepara a disparar al centro del nuevo invento. Una voz en la oscuridad, que se parece a la del poeta, o es la del poeta, o es el eco de la voz de Elenano, o es el eco de la detonación, fulmina los pensamientos del insomne que custodia la hiedra, o al poeta, o a la poesía, o al centinela. Nadie sabe qué lo mueve, cuál es su meta, cuál es el fin. Mientras otra voz, más dura, densa, tal vez sabia, ordena: “No quieras saber”. ¿Quién habla? ¿Quién calla? ¿Quién quiere saber si no hay nadie más? Al fin solo, como Emma Bovary, y como yo, parado todo el tiempo al lado de su cama (nunca pude librarme de las crueles muecas y convulsiones de su agonía). Al fin solo como Martín, como Alejandra, como el fuego, como Fernando Vidal, como Sabato, como un libro, como un lector, como todos, y como nadie también. Nosotros es nada, nadie. A los predicadores les gusta decir “nosotros”, pero sólo quieren poner en los demás una mortaja y cagarse encima de ellos, para dar rienda suelta a las pasiones (Véase el infierno de El Bosco). Escribir, escribir, escribir desesperadamente para no escurrirse en el olvido. “Pobre poeta”. Todos lo ven precipitarse a sus despojos nocturnos y luego le dan las gracias: “Gracias poeta”. Y el poeta sabe que todos mienten, que él también miente, pero no hay que decirlo, todos lo saben. Por eso el saber es un fracaso. Y si el poeta se pega un tiro, se lanza al mar o al río o al tren o al aire, en un arrebato de grandeza o de odio al mundo o para que sea incluido en una antología de poetas suicidas, todos vuelven a decir: “Gracias poeta”.
El poeta y Elenano piensan que ya no hay inspiración, que ya no hay ritmo, sólo sistemas, estadísticas, golpes bajos y golpes altos, sueños resecos que cuelgan como raíces muertas en un muro gris. Despojos que quitan el aliento. Fragmentos, miseria. Máscaras, palabras. Elenano ríe. Efraín sale de la alcantarilla con una rata que ha cazado y dice: “El símbolo de este siglo es un hombre con cara de pene”. Elenano ríe porque sabe que tiene cara de pene y como los predicadores, se caga en los demás cuando la traba de marihuana y bazuco lo enloquece. Otras veces le da por imaginarse que es un poeta y corre a encerrarse en su casa y a dormir debajo del catre. Porque, según Efraín, los poetas duermen debajo de la cama, para esconderse de los fantasmas que se inventan. “Tal vez no valió la pena haber venido”, y un tiro o un salto al vacío. Y después: “Gracias poeta”. “¿Fuiste alguna vez?”. Nadie es, ni en sí mismo ni en el otro. No hay poder, no hay fin, no hay obra, no hay meta. Pero hay algo que no puede nombrarse. Todo es inútil: una voz en la oscuridad, una palabra, una máscara que cae del rostro de un dios borracho y solo.
(Relatos. Hernando Lopera L.)

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