Angie, que así se hacia llamar, no fue una novia, como todas en esa edad en la que los barros y las espinillas delatan la comisión de un delito: la pubertad, mejor conocida como adolescencia o, mas especificamente. La época en que no sólo se terminó la niñez sino que también y para colmo, empezó la secundaria.
Mi novia no era como todas, simplemente, porque tenia muchos años mas que yo (digamos tres o cuatro) y porque su amor alcanzaba para todo, tanto como para ser mi amiga, mi hermana mayor o mi guardaespaldas. No es que fuera fornida ni fea. Tenia el pelo largo y lacio, tan rubio que seguramente se lo pintaba: de repente caminaba como si fuera Pelé a la hora de "driblar" a un defensa en los limites del área grande; se esmeraba en el maquillaje y en cultivar uñas largas rojas: Nunca se puso falda ni se desbotonó de mas la blusa.
En aquellos tiempos yo suspiraba por Sofía, pasado ya el enamoramiento por mi maestra de sexto de primaria. Era, por asi decirlo, la consentida de cualquier profesor, la que levantaba la mano cada vez que ninguno de sus congéneres sabe la formula para calcular la velocidad de un cuerpo inerte en la caída libre; la clásica chava de dieses al por mayor, buena familia, experta en algebra y en mirar de ladito, con faldas que si bien no llegaban hasta el huesito poco les faltaba.
Toda una dama.
Ahora que, por los brincos a los que nos tiene aconstumbrados el destino, resulta mi compañera, de banca en segundo año. Por eso, cada mañana llegaba a la escuela con la sensación de haberme tragado un sapo y con la esperanza de entregarle una carta de amor que jamás me atrevi a escribir y, si llegué a hacerlo, francamente, ya no me acuerdo.
Como era muy necio, solía pensar en ella a todas horas. Recordaba el aroma de su perfumé, mezcla de jabón de olor y sudor contenido; la trenza rematada con un listoncito rosa o verde; sus apuntes vueltos y vueltos a pasar en limpio, Sin embargo, una tarde, en la calle ganaba a la lluvia de agosto, vi los ojos de Angie, la sonrisa de Angie, las piernas enmezclilladas de Angie: su pelo color paja, su risa ronca a la hora de acercarme a ella, sentada en el filo de la banqueta cuando fue a recoger la pelota que el calabazón tuvo a bien mandar al infierno en vez de anotar en la portería de los contrarios.
No recuerdo lo que me dijo. Tan poco lo que le conteste y que le hizo mucha gracia. Por lo mismo, no deseo acordarme si se me pusieron las orejas rojas ni si ganamos o no aquella cascarita contra el equipo del Popochas. El asunto es que, despúes de ese primer encuentro, siempre terminaba cruzándome con Angie en cualquier lugar, fuera la miscelánea o la panadería.
Con el tiempo ya era habitual que me acompañara; que yo me gastara los cambios en dulces, refrescos o paletas con que la regalaba; de ahi que también me convirtieron en un profesional en eso de justificar lo inexplicable; se me ha de caído en el camino, me vieron la cara, me asaltaron, ¿seguro me diste un billete de a diez?
Angie reía. Parecia sorprenderse con mi timidez, com mis historias, con mi falta de atributos para bronquearme con éxito a la salida de la escuela. Incluso su experiencia me sobrepasaba: pateaba el balón con fuerza y elegancia, y jamá pude ganarle en las maquinas de juegos de electrónicos. Me aceptaba con todos los antecedentes de mi vida de perro, es decir, con mi uniforme, mis tareas, la ropa de mis hermanos mayores que jamás podría quedarme, un padre contador y una madre abnegada hasta el chantaje.
Pronto aprendí a escaparme con Angie, a aceptar que los amigos me envidiaran, a platicarle acerca de mis últimos descubrimientos, y a que me guiara por una ciudad inmensamente grande y casi desconocida, llena de túneles, vendedores, gritos, basura, algarabia y prisa, fue allí, en medio de esta ciudad y bajo tierra, entre las estaciones Etiopía de la linea tres del Metro, cuando Angie tomó la iniciativa y me lleno la boca de besos, de esa sensación de calor tibio y humedo; y yo que me guardaba para la mas aplicada del salón y que me imaginaba que estas cosas se hacen siempre con declaracíon de por medio; yo que moria por imaginar como se bañaba Sofía, ahi estaba, correspondiéndole a Angie mientras escuchaba que alguien decia que lo que estábamos haciendo era una cochinada.
Salimos del metro abrazados. Por mi parte, llevaba en el bolsillo una certeza que me dedique a acariciar desde entonces, así como se hace con lo recíen adquirido: la vida es más sencilla de lo que parece, sin importar que no nos guste ser como somos.
A veces, al recordarlo, pienso que cuando uno es joven no puede darse el lujo de intentar lo que los grandes; sin embargo, tuve a Angie, su voz cruda, su negativa a que las cosas llegaran a mayores; además ni ella ni yo teníamos dinero, solo las palabras y los besos, los abrazos en el transbordo del Metro Balderas, todos los túneles de la ciudad a nuestra disposición y la pintura de labios que me limpiaba cuidadosamente antes de llegar a casa.
"No", solia decirme Angie al oído a la hora que el mes de abril se me metía en la sangre en algún parque."No", pienso ahora, Angie no era hombre como decian las malas lenguas, "No" me repito, quién sabe cuántos años después, ahora que me la encontré en un supermercado vestida de otra manera. "No", aunque quién sabe, alo mejor sí se llamaba Carlos.
Alejandro Palestino.